martes, 9 de febrero de 2010

De cómo los espejos, cuando dicen la verdad, se vuelven de humo

Octava entrega
Miguelángel López y Bernal
El Poeta de la Radio
Comenzamos a caminar en torno a aquella estatua donde se aparece Hidalgo con un rollo de papel en la mano derecha y que mi padre rebautizara como el “monumento al taco”; lo hacíamos para dejar que la sangre fluyera por mis venas con naturalidad y desparpajado libertinaje (ya que para él, ese problema había dejado de preocuparlo hacía ya mucho tiempo). A esas alturas del relato percibí que lo tenía atrapado en la maraña de mi historia, me pidió que continuara y así lo hice. Pues bien papá, te cuento:
Don José Manuel de Guadalupe Ponce de León Lauce y Fraguela, recio como los de su tiempo, pertenecía a una familia de lo que podríamos considerar como clase media alta, con posibilidades económicas que le permitían mantener un estatus cómodo y de reconocimiento social. Llevaba en las venas una mezcla singular de sangres gallega, castellana y extremeña y había alcanzado el grado de capitán del ejército cuando fue licenciado, por herida en frente de batalla. Desde entonces llevaba la mano izquierda pegada al tronco por una esquirla que se le incrustó durante la el Motín de Aranjuez, el levantamiento popular contra Carlos IV a quien defendió con el peculiar heroísmo de la familia que por generaciones entregó su lealtad al rey y sus instituciones. Ángel Miguel, como último de sus catorce hermanos recibió, más que otra cosa, la acuciosa mirada y la injusta sentencia de aquel hombre que era su padre y quien guardaba para él, en el fondo de sus sentimientos, el coraje infundado, pero por costumbre llevado al límite, de la culpa que no tuvo por haber traído las desgracias de la familia al morir su madre en el parto que lo trajo al mundo. El nunca sería como los demás.
Su aventura, como la de todos los emigrantes, comenzó en su lugar de nacimiento y el de él era Cáceres en Extremadura. Ángel Miguel se integró, para nunca formar parte, a los miles de españoles que buscaban, en la realización de sus sueños, cruzar el Atlántico para venir a las indias y hacer la América. Para él, su motivo principal había sido la invitación de su amigo Gilberto Riaño a pasar sus días de franco en un lugar de la Nueva España llamado Santa Fe del Real de Minas de Guanajuato, famoso porque las dos terceras partes de la plata que circulaba en el mundo habían salido de una sola de sus minas, la de La Valenciana. “Cuando sanéis, tomad el primer bergantín y allá os espero” le dijo Gilberto en cuanto se hubieron despedido. El día en que llegó la tan ansiada oportunidad, luego de recuperarse de las heridas que recibió en el campo de batalla contra las tropas francesas, encaminó sus esfuerzos para realizarlo; sin embargo, lo que anhelaba en ese instante era olvidar el momento cuando dejó su nombre escrito en un pedazo de playa junto con el del amor de su vida, seguro de que el mar los borraría como hubiera deseado quitar de su memoria ese maldito recuerdo que le estruja el alma y revienta las arterias, la obsesión que se inventó al suponer como cierta a la mentira de la madre de Maité, la tarde de aquel aciago día 8 de septiembre de mil ochocientos nueve.
Se me volvió fastidio la impotencia
De no poder robarte mi tristeza.
Y es tal de mis recursos la pobreza
Que al fin me dominó tu indiferencia.
No pude hallar aquella quinta esencia
Con que bordara mi palabra el viento,
Ni encontré, para darte, el argumento
Que te justificara mi presencia.
Vestí por mucho tiempo de paciencia.
Tú en las noches a diario prometiste
Que a cambio de saberte bien amada
Dejarías de sentirte siempre triste.
Hoy no escucho de Ti ningún lamento
Y si en cambio mi sorda carcajada.
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