En los convulsos 70, hubo autores que consideraron necesario jugarse la vida por defender ciertas causas
En marzo de 1982, pocos meses antes de que la Academia sueca otorgara a Gabriel García Márquez el Premio Nobel de Literatura, la ya desaparecida policía política de México fichó al escritor por considerarlo no sólo “procubano y soviético”, sino también “un agente de propaganda al servicio de la dirección de Inteligencia” de la isla comunista.
El colombiano afincado en México fue vigilado en este país durante dos décadas, según los documentos publicados en septiembre por KIOSKO. Y esa vigilancia parece una alternativa más bien leve si se la compara con la censura, persecución, exilio o incluso asesinato que padecieron otros escritores de la época en diversos países latinoamericanos.
La perplejidad que genera el expediente abierto al agente Gabo visto más de 20 años después, refleja la transformación radical que en este periodo sufrió no sólo la realidad política de Occidente, sino también el papel que los escritores buscaron y desempeñaron en ella.
Si en los 70 muchos autores consideraron necesario jugarse la vida por defender ciertas causas, las nuevas generaciones se presentan más ensimismadas, desideologizadas e independientes.
“Me altera mucho que todos los estudiantes que he tenido no hayan escrito poesía política”, lamentaba este año durante una conferencia el también premio Nobel Derek Walcott, profesor de Literatura en la Universidad de Boston.
“Pocos escriben sobre la responsabilidad del imperio y eso me preocupa, porque no sé si ese silencio es un aislamiento”, dijo el poeta y novelista.
El papel del intelectual
También Mario Vargas Llosa insistió recientemente en esa idea. Para el peruano, candidato a la presidencia de su país en 2000, el intelectual “tiene la obligación de intervenir en el debate cívico, en el debate de las ideas“, según reclamó al presentar en Madrid Sables y utopías, una colección de crónicas, artículos polítocos y cartas escritos durante casi medio siglo de trabajo incansable.
¿Qué separa esas voces del engagement literario de las nuevas tendencias menos interesadas por influir directamente en la realidad? El retroceso de las ideologías, el descrédito en la política y los errores cometidos por intelectuales defensores de ideas utópicas que luego se mostraron siniestras pueden explicar parte de ese cambio.
Otro factor determinante fue la caída de muchos totalitarismos. “Contra un enemigo claro es relativamente fácil escribir. Una vez que cayó la dictadura es más difícil ubicarse”, explica Cristina Naupert, profesora de Literatura Comparada en la Universidad Complutense de Madrid y experta en el tema. “Generalizar es difícil. Pero puede verse por ejemplo que en la Europa del Este los escritores quedaron más politizados. El Premio Nobel de este año a Herta Müller de algún modo reconoce su persecución por la dictadura y su actividad literaria para hacerle frente", dijo en referencia a la autora cuya obra es un testimonio del régimen de Ceaucescu en Rumania.
El último punto de inflexión clave en el antiguo debate entre una literatura comprometida y otra que se reivindica como espacio de libertad e independencia se remonta a la caída del Muro de Berlín, de la que ahora se cumplen 20 años, y al consecuente fin de un mundo bipolar.
Naupert, nacida y formada en la antigua República Democrática Alemana, estudió el papel de los escritores de la Alemania del Este antes, durante y después de ese acontecimiento, y lo comparó con el de los españoles en la transición tras la muerte de Franco. Su conclusión es que, junto con el régimen dictatorial, se hundió “un estricto sistema de coordenadas de valores en los que se reconocía una identidad cultural”.
“Este corsé era detestable, pero aun así formaba parte, aunque fuera de manera negativa, de esta autoconciencia cultural, una especie de antipatria espiritual”, afirma Naupert en un nuevo libro, cuya traducción al español aparecerá en breve con el título Narrar en libertad. Transiciones literarias en España y Alemania Oriental.
Después de la transición
Por otra parte, el mundo que emergió después de la transición española o la Wende (cambio) en la Alemania del Este reunificada tampoco favoreció la inscripción social del autor.
“En la cultura posmoderna altamente dada al relativismo del todo vale, los intelectuales, antaño tan mimados y considerados, se encontraron pronto desplazados hacia posiciones marginales. Sus obras ya no eran más que un producto entre muchos que ahora competían por atraer a consumidores (compradores) en el mercado insaciable de nuestra sociedad de ocio y diversión”.
El resultado es que el escritor quedó, en palabras de Naupert, con “la sensación angustiosa de sobrar”.
Por supuesto que la caída del Muro de Berlín, al contrario de lo que pensaron algunos en su momento, no implicó “el fin de la historia” ni de los estímulos para una escritura dirigida a la realidad.
La literatura disidente es una necesidad natural en casos de regímenes más férreos, como el chino.
Acontecimientos como los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York reclaman un intento de organizar y asimilar a través de la palabra la nueva realidad que generan.
“Después de los atentados contra las Torres Gemelas, ningún novelista podía escribir sobre otra cosa”, explicaba en una entrevista reciente el británico Martin Amis, que acaba de publicar una selección de sus artículos sobre el tema.
Al mismo tiempo, el surgimiento de nuevas preocupaciones y desafíos suele generar otras formas de compromiso, como lo indica la aparición de nueva corriente de “ecocrítica” centrada en “las relaciones entre la literatura y el medio ambiente”, según explican Cheryll Glotfelty y Harold Fromm en The Ecocriticism Reader, considerado la Biblia del nuevo movimiento.
A mediados del siglo XX, el español Gabriel Celaya afirmaba en un conocido poema en defensa de la literatura comprometida que “La poesía es un arma cargada de futuro”. Por un juego del destino, el francés Stendhal parecía responderle más de 100 años antes al escribir que la política en una novela “es como un pistoletazo en medio de un concierto”.
Hoy nada parece interrumpir la calma del concierto. Pero es seguro que entre el público sigue habiendo más de un autor “armado” atento a cualquier situación que reclame de su poesía.
En marzo de 1982, pocos meses antes de que la Academia sueca otorgara a Gabriel García Márquez el Premio Nobel de Literatura, la ya desaparecida policía política de México fichó al escritor por considerarlo no sólo “procubano y soviético”, sino también “un agente de propaganda al servicio de la dirección de Inteligencia” de la isla comunista.
El colombiano afincado en México fue vigilado en este país durante dos décadas, según los documentos publicados en septiembre por KIOSKO. Y esa vigilancia parece una alternativa más bien leve si se la compara con la censura, persecución, exilio o incluso asesinato que padecieron otros escritores de la época en diversos países latinoamericanos.
La perplejidad que genera el expediente abierto al agente Gabo visto más de 20 años después, refleja la transformación radical que en este periodo sufrió no sólo la realidad política de Occidente, sino también el papel que los escritores buscaron y desempeñaron en ella.
Si en los 70 muchos autores consideraron necesario jugarse la vida por defender ciertas causas, las nuevas generaciones se presentan más ensimismadas, desideologizadas e independientes.
“Me altera mucho que todos los estudiantes que he tenido no hayan escrito poesía política”, lamentaba este año durante una conferencia el también premio Nobel Derek Walcott, profesor de Literatura en la Universidad de Boston.
“Pocos escriben sobre la responsabilidad del imperio y eso me preocupa, porque no sé si ese silencio es un aislamiento”, dijo el poeta y novelista.
El papel del intelectual
También Mario Vargas Llosa insistió recientemente en esa idea. Para el peruano, candidato a la presidencia de su país en 2000, el intelectual “tiene la obligación de intervenir en el debate cívico, en el debate de las ideas“, según reclamó al presentar en Madrid Sables y utopías, una colección de crónicas, artículos polítocos y cartas escritos durante casi medio siglo de trabajo incansable.
¿Qué separa esas voces del engagement literario de las nuevas tendencias menos interesadas por influir directamente en la realidad? El retroceso de las ideologías, el descrédito en la política y los errores cometidos por intelectuales defensores de ideas utópicas que luego se mostraron siniestras pueden explicar parte de ese cambio.
Otro factor determinante fue la caída de muchos totalitarismos. “Contra un enemigo claro es relativamente fácil escribir. Una vez que cayó la dictadura es más difícil ubicarse”, explica Cristina Naupert, profesora de Literatura Comparada en la Universidad Complutense de Madrid y experta en el tema. “Generalizar es difícil. Pero puede verse por ejemplo que en la Europa del Este los escritores quedaron más politizados. El Premio Nobel de este año a Herta Müller de algún modo reconoce su persecución por la dictadura y su actividad literaria para hacerle frente", dijo en referencia a la autora cuya obra es un testimonio del régimen de Ceaucescu en Rumania.
El último punto de inflexión clave en el antiguo debate entre una literatura comprometida y otra que se reivindica como espacio de libertad e independencia se remonta a la caída del Muro de Berlín, de la que ahora se cumplen 20 años, y al consecuente fin de un mundo bipolar.
Naupert, nacida y formada en la antigua República Democrática Alemana, estudió el papel de los escritores de la Alemania del Este antes, durante y después de ese acontecimiento, y lo comparó con el de los españoles en la transición tras la muerte de Franco. Su conclusión es que, junto con el régimen dictatorial, se hundió “un estricto sistema de coordenadas de valores en los que se reconocía una identidad cultural”.
“Este corsé era detestable, pero aun así formaba parte, aunque fuera de manera negativa, de esta autoconciencia cultural, una especie de antipatria espiritual”, afirma Naupert en un nuevo libro, cuya traducción al español aparecerá en breve con el título Narrar en libertad. Transiciones literarias en España y Alemania Oriental.
Después de la transición
Por otra parte, el mundo que emergió después de la transición española o la Wende (cambio) en la Alemania del Este reunificada tampoco favoreció la inscripción social del autor.
“En la cultura posmoderna altamente dada al relativismo del todo vale, los intelectuales, antaño tan mimados y considerados, se encontraron pronto desplazados hacia posiciones marginales. Sus obras ya no eran más que un producto entre muchos que ahora competían por atraer a consumidores (compradores) en el mercado insaciable de nuestra sociedad de ocio y diversión”.
El resultado es que el escritor quedó, en palabras de Naupert, con “la sensación angustiosa de sobrar”.
Por supuesto que la caída del Muro de Berlín, al contrario de lo que pensaron algunos en su momento, no implicó “el fin de la historia” ni de los estímulos para una escritura dirigida a la realidad.
La literatura disidente es una necesidad natural en casos de regímenes más férreos, como el chino.
Acontecimientos como los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York reclaman un intento de organizar y asimilar a través de la palabra la nueva realidad que generan.
“Después de los atentados contra las Torres Gemelas, ningún novelista podía escribir sobre otra cosa”, explicaba en una entrevista reciente el británico Martin Amis, que acaba de publicar una selección de sus artículos sobre el tema.
Al mismo tiempo, el surgimiento de nuevas preocupaciones y desafíos suele generar otras formas de compromiso, como lo indica la aparición de nueva corriente de “ecocrítica” centrada en “las relaciones entre la literatura y el medio ambiente”, según explican Cheryll Glotfelty y Harold Fromm en The Ecocriticism Reader, considerado la Biblia del nuevo movimiento.
A mediados del siglo XX, el español Gabriel Celaya afirmaba en un conocido poema en defensa de la literatura comprometida que “La poesía es un arma cargada de futuro”. Por un juego del destino, el francés Stendhal parecía responderle más de 100 años antes al escribir que la política en una novela “es como un pistoletazo en medio de un concierto”.
Hoy nada parece interrumpir la calma del concierto. Pero es seguro que entre el público sigue habiendo más de un autor “armado” atento a cualquier situación que reclame de su poesía.
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